miércoles, 13 de enero de 2010

82 La pelea - El golpe del conejo

El horizonte está rayado de cabecitas grises. Bultos oscuros que se agitan de un lado a otro. Una sinfonía: gritos de gente; vendedores ambulantes; muchedumbre masticando las palabras, partiéndolas en trizas; la voz del Maestro que me llega en un susurro. Las luces no son tantas como parecen. Tengo los ojos pesados, sobre todo el izquierdo: ahí donde el negro metió el puñetazo cortante, en el arco superciliar. Toda esa sangre acogotada en el párpado. El Maestro no quiere cortar la piel. El Maestro aprieta, sin compasión, un metal helado sobre el grumo violeta que es mi ojo izquierdo. El Maestro no quiere que siga. Si tira la toalla me mato. El chillido agudo viene del fondo de la casa de al lado donde Beltrán está preparando su faena. Es un chillido agudo y desesperado. Ni tapándome los oídos puedo dejar de escucharlo. La cabeza debajo de la almohada y el cerdo que chilla y chilla. Mi abuela regando los malvones. Las várices hinchadas, los talones blancos de durezas. Fue para la época en que dejé de abrazarla. Beltrán pialó al chancho con destreza y sus trescientos kilos cayeron de costado, lo arrastró hasta el playoncito de cemento alisado y con esfuerzo embocó la cabeza del animal en una enorme palangana de metal. El cerdo lucha y chilla, pero el cuchillo de Beltrán horada la piel. El grito es agudo y furioso, feroz, desgarrado. La hoja de metal atraviesa la arteria del cuello y la sangre espesa empieza a fluir a chorros chocolatosos dentro de la palangana. Ahí va la sangre con la que va a preparar las morcillas para el asado. Ahí se va la vida del cerdo en ese grito que atraviesa el aire. El grito entra en la habitación pequeña donde estoy con la cabeza enterrada en la bolsa de plumas. En este momento, mi miedo es comparable al del animal que pelea por no morirse. ¿Qué saben los animales de la muerte? Me pregunto si este negro que brilla de sudor en el rincón no es Beltrán y yo su cerdo. Si no me está desangrando para que nada quede de mis fuerzas. ¿No hizo eso toda la puta noche? No puedo ni gritar. Tengo la lengua que parece un trapo viejo. Seguro que cuando suene la campana yo voy a estar en los últimos estertores, esperando ser faenado, cortado en trozos, embutido. El Maestro me da valor, aprieta el metal. Duele como la puta madre. Me dice que ya no tiene sentido, que deje correr los minutos, que no tengo que probarle nada a nadie. Pero no es cierto. ‘Cabeza dura nato’, debe estar diciendo mi abuelo en el paraíso, sentado junto a ese Dios que me ha abandonado desde el primer momento en que tuve uso de razón. El Maestro no sabe que tirar la toalla puede ser el instrumento de la muerte de mi orgullo. No puedo dar el brazo a torcer aunque tiene razón y hace tiempo que nada tiene sentido. Ni siquiera esta es mi última chance. Mi última chance ya pasó hace rato. Pero no soporto la idea de escuchar… Hijos de puta. Ahí va el paquete ése. Mirá cómo le dejaron la cara al infeliz. Sí, pero por lo menos embolsó algo de plata… No puede seguir mangando a su vieja. Está enferma, muy enferma, la pobrecita… Si lo llego a agarrar al negro lo mato, le arranco la cabeza de un sopapo y que ruede. Ya quisiera ser un gladiador y luchar hasta morir. ¿No se trata de algo de eso esta vida que uno elige de entre las opciones que puede ver? Estoy muerto. Muerto en vida. No doy más. Mis brazos no dan más. Que no suene la campana. Que salga el sol y me despierte de este mal sueño. Quisiera poder abrir los dos ojos y saber que es una mañana de primavera de esas en que el sol nos hace creer que la vida es bella y es posible. Sol ladino, nos engaña con el calor. Nos miente. ¡Que no suene la campana! Estoy tan cansado. El Maestro me dice algo que no se qué es. Sus palabras son un montón de nada. Seguro que quiere que me cuide. Que me tire a dormir una siesta larga en medio del ring. Pero no puedo. Discúlpeme Maestro, sólo le digo que sí para que no se sienta culpable. Ojalá pueda olvidarme pronto. ¿Olvidarme yo? ¿De qué? No... Que usted pueda olvidarme pronto, que me borre de su cabeza para siempre, que tenga que hacer fuerza para acordarse de mi cara cuando escuche mi nombre. Ahí va el pelado a dar el campanazo. Me cago en él y en toda su descendencia. Malparidos los pelados que sacuden las campanas. Millones de campanas. Llaman al diablo, llaman al infierno en el que todos seremos castigados por nuestros pecados. A mí que me anoten con la soberbia. Yo también perdí el camino. Me descarrilé, soy la oveja negra… ¿Qué más podía hacer? Odiarlos. Odiarlos hasta el infinito. Vomitarles su éxito en la cara. Mancharlos para siempre con la bilis de mi dolor. Es amarga. Amarga a más no poder. ¡Que no suene la campana, por el amor de Dios! Maestro, no tire la toalla... Que me mate si quiere este negro roñoso, si quiere. No le tengo bronca. Hace lo que puede. Para eso le pagan. Para esto me pagan. Soy un mono de circo; un oso domado y sin razón de existir, metido en una jaula invisible; apedreado por el amor a la naturaleza. ¡Que se mueran todos! Ya nada me importa. Si viniera el Diablo y me pidiera el alma, se la daría a cambio de tener otra vida. No hay caso. Ya es demasiado tarde. Suena la campana. No puedo volver el tiempo atrás.

J. Martínez
Texto no emitido

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