Los textos

02 El niño

El pibe cabeza
Para la época en que Chaplin filmaba El Pibe, Rogelio Gordillo era un niño que aún usaba pantalones cortos. Apenas cumplió los 18, no toleró que la madre de su novia de 15 años se negara a la relación de sus amores adolescentes. Entonces fue a la casa y le pegó unos tiros. El mito tenía su comienzo de sangre. Rogelio Gordillo pasó a la historia por ser un famoso bandolero de los años 30, la década infame, jefe de una banda azotó las provincias de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe, Rogelio Gordillo pasó a la historia con un seudónimo por el cual se lo conocería y temería: el Pibe Cabeza. El ratero y descuidista mutó en asaltante, ladrón de bancos, secuestrador... Y asesino despiadado cuando las circunstancias, según su criterio, se lo exigían. Dos hechos marcaron el comienzo del fin: el asesinato de un policía, que la corporación del orden no perdona, y sus pretensiones de ampliar su mapa delictivo a la Capital Federal. Si bien la figura pública del Pibe Cabeza cobró la dimensión de mito popular, lejos estuvo de sus coetáneos Bairoletto y Mate Cosido, quienes tuvieron un sesgo más cercano a Robin Hood que a Robledo Puch. Una tarde de carnaval del año 1937, fue cercado y acribillado por la policía cuando iba a visitar a su novia a Mataderos. Mujer... Mataderos... Tiros... Palabras que marcan principio y fin de la vida del Rogelio Gordillo, cuya cabeza, gracia del destino, se conserva en formol en el museo forense de la Policía Federal...
J. Martínez

El Pibe
Cuando era un niño escuchaba, con los codos apoyados en el borde de la máquina de coser, el relato de mi abuela de aquel día en que fue a ver El Pibe, que filmara, en 1921, Charles Chaplin, a quien en familia le decíamos Carlitos Chaplín. Años tardé en descubrir que había puesto en la pantalla una de las historias más tristes que pudiera dar su talento. La emblemática foto de Carlitos y su bigote mágico, sentado al lado de Jackie Coogan, ese pibe que llevaba una gorra clavada hasta el borde de los ojos, era el preámbulo de la inolvidable y conmovedora escena en la que la policía arranca de los brazos de Carlitos al pobre huérfano que uno quería ser, sólo para estar a su lado. Jackie Coogan, el afortunado, aquel que cambiaría lágrimas por risas cuando, en su adultez, se transformó en el inolvidable Tío Lucas de la serie Los Locos Addams. Pero para ese entonces, yo ya no quería ser Coogan, quería ser Chaplín.
J. Martínez


35 El pajarito

La pajarita
Le decían la pajarita por sus patitas flacas, su pecho generoso y su nariz aguileña. El cielo de sus vuelos eran las islas del delta del Tigre, los naranjos, los ciruelos, la higuera, las casuarinas, los sauces llorones con sus deditos verdes acariciando la superficie líquida del arroyo. Con la pajarita aprendí a pescar, a buscar lombrices para la carnada en la tierra fértil en la que se yerguen los árboles frutales; a diferenciar un bagre blanco de un patí y un patí de un pequeño surubí; que al bagre se lo pesca encarnando con queso y que para pescar el intragable armado sólo es necesario un poco de trapo en la punta del anzuelo; a eviscerar los pescados de un solo y preciso tajo, para no tocar con el cuchillo la bolsa de hiel que los deja amargos. Con la pajarita aprendí lo que era un filtro de barro, una alcuza y, poesía, un sol de noche. Ella me enseñó, sin saberlo, a cocinar risotos con pollo y el secreto del azafrán, al ritmo repetitivo de la Marcha de San Lorenzo; la épica patriótica en noches que tendían sobre las islas su manto espeso. Eramos los navegantes de un barco diminuto en el espacio indefinido de la oscuridad absoluta.

La única vez que vi volar a la pajarita fue una tarde en la que me enseñaba el arte de pescar con líneas de fondo y el grueso hilo de nylon se enroscó en sus tobillos y la tomó por sorpresa y allá fue, detrás de la plomada como queriendo cruzar el Paraná de un solo salto. Meses después levantó el vuelo definitivo, se fue al cielo, cruzó el tiempo y se llevó con ella, con su muerte, parte de mi inocencia.
J. Martínez


32 El dinero

El gran Gatsby 
Buenas noches desde Madrid. Si mezclamos dinero y literatura y los metemos en una coctelera. Y encima le agregamos el talento de Scott Fitzgerald es muy probable que obtengamos El Gran Gatsby.

Es raro que esta novela falte en cualquier lista de las mejores que se escribieron en el siglo XX. Y a pesar de que hay críticos que valoran más otras novelas de SF, como Suave es la noche o El último magnate, El gran gatsby tiene ese aroma de los libros inmortales. Esos que a cualquiera de nosotros le gustaría escribir.

Gatsby aparece en el libro como un personaje misterioso. No se conoce bien su origen, y su figura huidiza da pie a numerosas leyendas: que si fue un héroe de la primera guerra mundial, que si hizo su fortuna vendiendo alcohol fuera de ley, que si mató a un hombre… Nada se sabe y todo se imagina alrededor de este millonario que organiza las mejores fiestas del barrio.

Porque la mansión que Gatsby tiene en Long Island se convierte, día sí y día también, en escenario de grandes y multitudinarias fiestas, en las que lo único que falta es el propio Gatsby.

El joven millonario mantiene un idilio con Daisy, cuyo primo, Nick Carraway, es el conductor de la historia. Carraway es un arribista marca de la época, un joven ambicioso que pretende triunfar en Wall Street. A Carraway lo toca la varita mágica cuando Gatsby se interesa por él, e incluso lo quiere sumar a sus negocios.

A través de él, Gatsby vuelve a acercarse Daisy, con quien mantuvo un antiguo romance. El problema es que Daisy está casada, con un tipejo llamado Tom que a su vez tiene una amante, la mujer del dueño de una estación de servicio. Analizado linealmente, la anécdota del libro no pasaría de un enredo amoroso con final trágico. Pero en la pluma de SF la historia se convierte en un fresco sobre una sociedad magnífica y opulenta… construida sobre barro.

La novela se publicó en 1925, hacía solo diez años que había terminado la primera guerra mundial y faltaban cuatro para el crack del veintinueve. En ese contexto, Gatsby representaría a lo que hoy llamaríamos un nuevo rico. La alta sociedad no es boluda, y sabe que Gatsby no pertenece a ese palo, pero de muy buena gana le abre sus brazos, y acepta gustosa su forma de insertarse en la sociedad, a través de sus fiestas.

Las fiestas del Gran Gatsby son el teatro donde se retratan la decadencia y la amoralidad de una clase social rápidamente enriquecida. Alcoholizados al ritmo de las orquestas, los operadores bursátiles y sus graciosas mujeres demuestran cada noche en la mansión de Gatsby la misma falta de escrúpulos que a la mañana siguiente ponen en marcha con sus opacas transacciones.

Mucho se ha hablado de los puntos en común entre la vida del personaje y la del novelista. Efectivamente, a SF le gustaba la vida a todo trapo y vivir por encima de sus posibilidades. Al parecer, las deudas y los problemas financieros fueron una constante en la vida de SF y en la de su mujer, Zelda. Y por eso durante los años 30 él se vio obligado a venderse a Hollywood y a escribir historias breves para la Metro Goldwyn Mayer. Pero ni siquiera así.

Todo este cuadro de inestabilidad se ve agravado por la enfermedad mental de su mujer. La esquizofrenia llevó a Zelda de un manicomio a otro, malvivía con su amante cerca de Hollywood. Mientras tanto, el escritor no se privaba de ningún trago, hasta que en 1940 se le reventó el corazón.

Sinceramente, no sé cómo fue el entierro de SF. Sí sé cómo fue el de Gatsby: triste, solitario y final. Solo Carraway y otro borrachín lo acompañan hasta la tumba. A ver si va a tener razón el que dijo que el dinero no hace la felicidad.
Alejandro Feijóo


53 El barco

El barco ebrio
Cuando era pequeño recibí una postal. Era una postal distinta a todas las que había recibido hasta entonces. Era una de esas figuras llamadas holográficas con la pintura de un barco escorado en medio de un mar con grandes olas. Al moverla, de un lado a otro, el barco acompañaba el movimiento meciéndose de babor a estribor y viceversa. En la contracara, las letras desteñidas en mi afán de coleccionista de estampillas hablaba del poema El Barco Ebrio, de Arthur Rimbaud. Sí, era demasiado pequeño como para poder entender la referencia al poema del monumental poeta francés. Y más aún para saber de su atmósfera oscura y densa, donde el barco Rimbaud se ve sacudido por olas, describe hielos y paisajes, muertes y mercancías. El viaje del que habla Rimbaud, es un viaje sin retorno, un viaje de ida del que se sale no ileso, sino modificado, otro en sí, su otro. El casco del barco es el cuerpo y el mar bravío una adolescencia dura. Muchas veces, cuando volvía a mi colección de postales, pasaba varios minutos sacudiendo ese barco. Hasta que leí El Barco Ebrio, en una edición de Primitivo Gayo, año 1950, del cual les leo unos fragmentos elegidos al azar:

La tormenta bendijo mis auroras marinas;
Bailé sobre las olas como un corcho liviano,
Tantas noches eternas con su rodar de víctimas,
Sin avistar el ojo insulso de algún faro.

(...)
Desde entonces me baña el poema del mar
Con su infusión de estrellas y de astros fluorescentes,
Y asomado en el agua se ven flotar
Pensativos ahogados que hacia el fondo descienden.

(...)
Y manchado con lúnulas eléctricas corría,
Tabla loca escoltada por hipocampos mudos,
Cuando julio ardoroso con su golpe fustiga
Cielos ultramarinos en oscuros embudos.

(...)

Cuando Rimabud escribió estos versos tenía sólo 17 años. Fue uno de los poemas que le enviara a Paul Verlaine, quien quedó fascinado con la escritura del joven y lo invitó a viajar a París. En la respuesta a las cartas de Rimbaud, iban los pasajes. El viaje que emprendió entonces, iba a culminar en una tormentosa relación sentimental con el gran poeta simbolista. Divorcios, peleas, tiros, navajazos, cárcel, desprecio de los pares, hambre, pobreza, fueron algunos de los resultados de esa relación. Su último encuentro con Verlaine sería en 1875, tres años después de escribir el que sería su último libro, Prosas evangélicas.

En 1876, a la edad de 22 años, la vida de Arthur Rimbaud cambiaría para siempre y los barcos no fueron ajenos a ese cambio. Se enroló como soldado en el ejército holandés para poder viajar a la isla de Java; vivió en Chipre, Yemen y Etiopía; se enriqueció como traficante de armas; y en 1891 volvió a Francia por un cáncer en su rodilla que terminó en la amputación de su pierna. Murió en noviembre de ese año. Tenía 37 años.
J. Martínez



55 La música

John Cage y el silencio
Hacé la prueba. Olvidate primero de la radio, olvidate de la tele del vecino, olvidate del tictac del reloj y de la canilla que gotea. Olvidate también de cada coche que pasa por la calle, de las sirenas, del teléfono sonando, olvidate de tus propios pasos y cerrá los ojos. ¿Escuchás?

Cualquiera más o menos normal diría que esto es el silencio. Sí, el silencio, eso que pasa cuando no hay ningún ruido. Bueno, ningún ruido es una forma de hablar. ¿No te diste cuenta? Ahora voy con la ganancia al mango para que lo escuches bien.

Esta es la nada que escuchamos cuando no escuchamos nada. Es decir, este montón de ruido es, de verdad, en su esencia, el silencio. Al que a menudo le ponemos música para que no nos vuelva locos.

Hubo un tipo que de esto sabía un rato largo. Podría decirse que fue un músico, y no nos estaríamos equivocando, pero probablemente estuvo más cerca de la filosofía y el pensamiento teórico que de la música, al menos de la música tal cual la entendemos ahora, como una sucesión de repeticiones y variaciones.

Este hombre se llamaba John Cage, algo así como Juan Jaula, un apellido cuando menos paradójico para un artista que buscó, en la libertad de sus composiciones, “esa capacidad para abordar el instante donde se esconde la belleza”.

Cage mismo decía: “La música que prefiero, incluso más que la mía, es la que escuchamos cuando estamos en silencio”. Para que todos sintiéramos lo mismo que él, John Cage compuso la que hoy es una de sus obras más famosas. Se llama 4.33, haciendo referencia al tiempo de duración de la pieza. Para que todos nos entendamos, son 4 minutos y 33 segundos de silencio. De nada. O sea, de todo, de todo el ruido que pasa cuando lo que esperamos que pase deja de pasar.

Para que el no conozca 4.33 lo invito a buscar en Youtube. Hay vídeos muy divertidos de la “ejecución” entre comillas de la pieza. Hay 4.33 para piano, para pequeña orquesta, 4.33 para gran orquesta. Hay 4.33 tocado con ukelele, es decir, no tocado con ukelele.

Esta pasión por el silencio ruidoso (o por el ruido silencioso…?) Bueno, su pasión lleva a Cage a desarrollar técnicas azarísticas para componer su música. Aquí los métodos de azar son los que determinan el orden de las notas y el de los silencio. En manos de John Cage, el azar al servicio de la música se convierte en un aliado del tiempo, y en enemigo del orden y de las convenciones. Las producciones de John Cage describen su viaje entre la música, tal cual la entendemos corrientemente, y esta otra cosa azarística y atonal que son sus objetos musicales.

Para terminar, una anécdota contada por el propio artista. En una ocasión, Cage se encerró en una cámara anecoica, digamos que sería el lugar más parecido al silencio absoluto. Cuando salió, obviamente lo primero que le preguntaron fue qué había oído. Todo el mundo esperaba que por fin, el hombre del ruido en el silencio reconociera que había escuchado nada. Pero Cage no les dio gusto. Dijo: Escuché un sonido agudo y un sonido grave. El técnico encargado de la cámara de silencio le pidió que los describiera. Era más o menos así… Un sonido agudo y un sonido grave. El grave era el la circulación de su propia sangre. Y el agudo, el funcionamiento de su sistema nervioso.

Así que ya saben. No se tapen los oídos porque muy lejos no van a poder ir… Porque como dijo el propio Cage, “el único problema con los sonidos es la música”.
Alejandro Feijóo

Leer más...

Datos personales

Seguidores