viernes, 22 de enero de 2010

07 El Revólver - El tipo

La luz de la luna comenzó a sesgar la superficie del empedrado. Caminaba sin apuro, pero apretaba el paso, las manos en los bolsillos del pantalón del ambo, la respiración contenida. Los olores de la ciudad era un rompecabezas cuyas fichas no terminaba de acomodar. Un rastro penetrante de una quesería; el aceite hirviendo de la fritanga; una parrilla y el humo ascendiendo como una columna etérea, arrastrando consigo el aroma tentador de la carne vacuna asándose. Carne asándose. ¿Y su propia carne, qué? Había amado a esa mujer al punto de hacerla suya y sin embargo ella, la muy ingrata, lo había abandonado. Salió una mañana con el niño en brazos y no volvió nunca más. El la encontró. No era que la había buscado, sólo la encontró de casualidad, una mañana. La vio de lejos, si queremos ser exactos; colgada del brazo de un hombre que llevaba al niño de la mano. Qué grande estaba. Y, de repente, sus ojos volvieron a la mano del tipo en la cabeza de su hijo. Lo agarraba paternalmente de la parte de atrás del cuello, la palma de la mano descansando sobre la espalda del pequeño. Le hirvió la sangre. Desde ese día el tipo se convirtió en mucho menos que una obsesión, en una preocupación pasajera, pero necesitaba saber de él. Qué hacía, dónde vivía, de qué trabajaba. El nombre era lo de menos. No tenía nada que ver con su nombre. Llamase como se llamase era el cretino que le devolvía una imagen salvaje de sí mismo, la imagen de la furia. Y eso que estaba acostumbrado a los momentos donde la adrenalina es un remolino, el cuerpo vibrante como el tensor de un arco, listo para la flecha. Sonrió para sus adentros con esa sonrisa a media, producto de un pico de presión que le dejó parte del rostro paralizado. Con sólo saber mover las fichas precisas, no supo qué hacía, dónde vivía, de qué trabajaba. Y si no supo su nombre, fue porque no quiso. Lo que le importaba, era que paraba en un bar en Valentín Alsina. Y hacia allá iba mientras la luz de la luna sesgaba los adoquines. Cruzó el puente sobre el riachuelo. Las luces de la calle se empequeñecieron, se atenuaron. El viento soplaba y hacía danzar los foquitos amarillentos a su antojo. Humedad. Una humedad de la hostia. El piso resbaloso, las zanjas, las ranas croando en la noche. El bar estaba en una calle mal iluminada. Se paró en una esquina y vio el movimiento. Casi inexistente. Poco más que una sarta de borrachos perdidos. No como él que sí sabía beber, porque sabía cuándo debe beber un hombre. Y ése era uno de esos momentos. Se acercó, molesto porque sus zapatos no podían esquivar la mugre del suelo. Se acodó en la barra. Nadie lo miró. Pidió una caña. Y luego otra. Y se detuvo en la tercera. Era el punto justo. Lo sabía su paladar. Uno de los borrachos se levantó con dificultad y descorrió el velo que ocultaba al tipo. Palpó el revólver en el bolsillo de su saco. Se dirigió camino al baño, porque era camino al baño que el otro estaba con los codos apoyados en la mesa mirando por a través del único vidrio del bar. Antes de llegar, se lustró los zapatos en las bocamangas de los pantalones. Se detuvo frente a la mesa. La curiosidad que mata al gato, llevó al hombre sentado a levantar su mirada hacia ese hombre petiso y trajeado que, con perlas de sudor en la frente, lo miraba como si quisiera perforarlo. ¿Por qué no se sacará el saco si tiene tanto calor?, se preguntó. El tipo de pié metió la mano en el bolsillo sacó su revólver y, antes de que el otro pudiera reaccionar, le apoyó el caño en la frente. Nadie se movió. Rápido como un rayo, apretó el gatillo y el revólver hizo un ruido seco de recámara vacía. Así es la vida, se dijo, una ruleta rusa.

J. Martínez

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