domingo, 31 de enero de 2010

65 El cazador - Moby Dick

El primer recuerdo que tengo de Moby Dick no es del libro y menos de una adaptación para el lector infantil. Es la versión cinematográfica de John Houston con Gregory Peck dándole cuerpo al capitán Ahab. Y más específicamente, el cartel de la taberna sacudido por el viento y la lluvia. No había puerto más puerto que aquel. No había más predicador que el predicador encarnado por Orson Wells, ni ballena más blanca y temible que Moby Dick. Vi sucumbir los botes cargados de hombres valientes y fuertes que se hicieron a la mar desde el Pequod, persiguiendo la obsesión de Ahab, en busca de venganza por su pierna perdida. Muchas veces rememoré el tremendo final de la película en la que el capitán queda enredado en el cuerpo del cachalote, atrapado por las sogas de los arpones y del suyo propio, la mano balanceándose en el aire como saludo de despedida; Moby Dick girando en círculos alrededor del barco hasta llevárselo a las entrañas del ponto en un remolino bíblico; las maderas de la nave colapsando, partiéndose en pedazos, adiós al arca, y con lo justo, al borde de sus fuerzas, Ismael, el único sobreviviente aferrándose a un ataúd; el saco de la muerte que le salva la vida. La caza de la ballena blanca, entonces, se convirtió en una de mis aventuras favoritas.

Llamemos Ismael al único sobreviviente de la tragedia, al narrador necesario. Ese es su pedido al comienzo del libro, uno de los mejores comienzos de la historia de la literatura universal. Si bien lo sabía, nunca pensé que el efecto de la lectura de Moby Dick fuera a eclipsar el efecto de haber visto la versión fílmica de Houston. Navegué, por usar una metáfora al alcance de la mano, por las intrincadas rutas de hacerse a la mar. Rutas que incluyen el velado amor entre hombres; los delirios del poder; la fuerza de la venganza; motines y sofocones; tormentas de esas que hacen estremecer; fidelidades e infidelidades; marineros de los más extraños lugares del mundo; días de una soledad extrema en la superficie del océano abismal. Seguí de cerca las apariciones de Ahab, luchando contra el monstruo blanco; ese monstruo con el que Melville cambió el sentido de un color asociado a la pureza, a las radiantes novias, a lo divino. Ahab, el cazador cazado que sucumbe ante la furia inconmensurable de su presa.

(Fragmento Moby Dick)

J. Martínez

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