martes, 5 de enero de 2010

24 El caballo-Mr. Ed

Hablando de caballos, y llegados a este punto, nuestra relación no puede seguir adelante sin que sepan algo muy importante: yo no veía Mr. Ed cuando era chico. En mi casa se cultivaba algo parecido a lo que hoy sería una pedagogía progre ilustrada, sin tanto lesefer, por suerte, y con bastante más corazón que un par de casos que conozco. En este tronco teórico, Mr. Ed dormía fuera de mi establo.

Por esas épocas, aburrirse era un clásico. De modo que matar el tiempo en la casa de Ochoa siempre estaba bien. Nunca hubo ningún problema en la casa de Ochoa. El Nesquick frío y las vainillas crocantes. Allí sí, Mr. Ed era un héroe, y no solo eso, sino que reunía a la familia en torno al viejo televisor.

Esa canción era una especie de diana, de llamada a la oración. Como desesperados ante su dosis, los Ochoa suspendían una vida igual de gris que las otras para vivir, en carne propia, la magia del caballo parlante. A veces parecía absurdo, y creo que por eso acabó gustándome esa especie de ceremonia. Tardé en darme cuenta de que el encanto residía en el truco, que una y otra vez se repetía, y que mantenía intacto su misterio, y todas las veces asombraba el mismo caballo hablando.

Los Ochoa pasaron y después vino la globalización. Vinieron los remakes, el pochoclo, descargarse todas las temporadas de Mad Men… Ver para creer y dormir para sentir. Ahora todo depende, según quien esté detrás de cada espejo. Ahora la cosa va de que cada uno sabe que sí. Y los únicos caballos son los del circo. Ahora, todos los Ochoa de la Tierra tienen un mundo de sensaciones, toda una paleta donde colorear su credulidad. A la vista de todos. Según se mire.

Alejandro Feijóo
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