domingo, 31 de enero de 2010

69 Los vicios - El relojero

Aquel fue su primer contacto con el vicio. Seguro que antes hubo juegos con sus hermanos, el doctor, espiar a alguien, esas caras del vicio inocente de la infancia. Pero la tarde con el relojero en el hipódromo le cambió la forma de ver a la gente. Aunque de eso se daría cuenta más tarde.

Por aquel entonces su padre trabajaba en una joyería. Y lo hizo durante muchos años. Él no era joyero, ni relojero, ni especialista en engarces, y mucho menos millonario. Pero hubo gente que tuvo que escapar un poco a las apuradas; su padre solo estaba en el lugar y momento oportunos. De modo que pasó de maltratar una máquina de escribir en una oficina cuadrada a jefe de una joyería en pleno centro. El nuevo puesto le permitía una total libertad de horarios. Al chico, que ya empezaba a salir solo a la calle, le encantaba visitar la joyería, soñar con la riqueza que allí se acumulaba, bajar al sótano, al cuarto de cajas fuertes y ver a su padre sacar el manojo de llaves.

Todos los trabajadores de la joyería, unos cinco o seis, eran hombres. Pero entre calvas parecidas y jorobas con la misma curvatura, sobresalía el relojero. Era un tipo alto y muy espigado, que tenía que doblarse en dos para llegar con el ojo a la lupa. El chico se perdía con el relojero. Pasaba las horas junto a él viéndolo descuartizar los relojes, con la camisa arremangada y las pinzas en la mano. Desde el primer día el chico tuvo la sensación de estar al lado de alguien famoso.

Un día el chico escuchó a su padre decir que iba a ir al hipódromo. Lo había invitado el relojero y no había sabido cómo decirle que no. La mujer siguió con sus cosas después de decirle que tuviera cuidado con ese burrero. La palabra le sonó rarísima al chico, nunca la había escuchado, y no se imaginaba al relojero paseando burros los fines de semana. Esa misma noche le pidió a su padre que lo llevara a ver los caballos.

Las tribunas estaban repletas, y el relojero llevaba su mejor camisa. Antes de la tercera carrera, el padre le leyó a su hijo los nombres de los caballos. Cuando terminó le preguntó: ¿Cuál te gusta? Al chico le había gustado Poderosa. El padre dijo que era una estupidez. Y el chico se calló. Entonces el relojero también dijo que era una estupidez, pero que él por las dudas le iba a poner un billete. Mejor cien billetes, porque ese caballo no le sonaba a nadie. El padre del chico abrió los ojos y apostó diez a SAMBUCA. Pero Poderosa lo calló a todos y ganó de punta a punta. El relojero no cabía en su pecho, y levantó al chico por los aires para festejar. Cuando se fue a la ventanilla para cobrar, el padre le dio un cazote al chico y le dijo que estaba castigado. Después, sin que el padre se diera cuenta, el relojero le regaló al chico un billete de diez. Cuando volvieron a la casa el chico se fue a la cama sin cenar. Sacó el billete de su bolsillo, lo miró y lo volvió a guardar. Después se durmió enseguida.

Alejandro Feijóo

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