domingo, 7 de marzo de 2010

La Pajarita

Le decían la pajarita por sus patitas flacas, su pecho generoso y su nariz aguileña. El cielo de sus vuelos eran las islas del delta del Tigre, los naranjos, los ciruelos, la higuera, las casuarinas, los sauces llorones con sus deditos verdes acariciando la superficie líquida del arroyo. Con la pajarita aprendí a pescar, a buscar lombrices para la carnada en la tierra fértil en la que se yerguen los árboles frutales; a diferenciar un bagre blanco de un patí y un patí de un pequeño surubí; que al bagre se lo pesca encarnando con queso y que para pescar el intragable armado sólo es necesario un poco de trapo en la punta del anzuelo; a eviscerar los pescados de un solo y preciso tajo, para no tocar con el cuchillo la bolsa de hiel que los deja amargos. Con la pajarita aprendí lo que era un filtro de barro, una alcuza y, poesía, un sol de noche. Ella me enseñó, sin saberlo, a cocinar risotos con pollo y el secreto del azafrán, al ritmo repetitivo de la Marcha de San Lorenzo; la épica patriótica en noches que tendían sobre las islas su manto espeso. Eramos los navegantes de un barco diminuto en el espacio indefinido de la oscuridad absoluta.

La única vez que vi volar a la pajarita fue una tarde en la que me enseñaba el arte de pescar con líneas de fondo y el grueso hilo de nylon se enroscó en sus tobillos y la tomó por sorpresa y allá fue, detrás de la plomada como queriendo cruzar el Paraná de un solo salto. Meses después levantó el vuelo definitivo, se fue al cielo, cruzó el tiempo y se llevó con ella, con su muerte, parte de mi inocencia.


J. Martínez

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